Ah ça ira!

Posted in Historia, Le peuple, Literatura on febrero 5, 2009 by 1789rev

El ex ministro Foulon había comentado en cierta ocasión, durante una hambruna,
que si la gente tenía hambre podía comer hierba.[…] Había permanecido oculto
para escapar de una muerte segura,incluso había difundido el rumor de que había
muerto. Pero allí estaba descubierto y arrestado. Lafayette sintió lastima de
el, no podrían protegerle, eran demasiados.[…]Arrojaron manojos de hierba a
Foulon y se los metieron en la boca obligandole a que se la comiera, lo colgaron
en el saliente de la Lanterne, cayó, tras golpearle brutalmente le volvieron a
colgar y cuando estaba muerto o casi le cortaron la cabeza y la clavaron en una
pica.Su yerno corrió la misma suerte, las dos siniestras procesiones se
encontraron y la gente grito a la cabeza «besa a papa, besa a papa». Después le
sacaron el corazón y llendo de camino al ayuntamiento se lo tiraron al alcalde
Bailly, que apunto estubo de darle un ataque…la marcha de las ciudadanas a Versalles

«Una fiesta no es una fiesta si no pones en ella el corazón,Ah ça ira, ça ira, ça ira!»

Fragmento del libro de Hillary Mantel, La sombra de la guillotina.

Nueva administradora

Posted in Uncategorized on octubre 27, 2008 by 1789rev

Queridos Lectores del Blog,

Esta entrada tan solo la escribo para informarles que a partir de ahora hay una nueva administradora del blog. Siendo las anteriores entradas únicamente del anterior administrador. Esto es debido a que el antiguo administrador me ha dejado su blog ya que no puede ocuparse de este y tampoco quiere que se quede abandonado. Yo haré todo lo posible porque la calidad del blog prosiga e incluso se supere.

Muchas gracias por leer :),

Eadeeva

http://eadeeva.blogspot.com

El asesinato de Marat – Alphonse de Lamartine

Posted in Historia, Literatura on febrero 3, 2008 by 1789rev

«Descendió del coche en el lado opuesto de la calle, frente a la residencia de Marat. La luz comenzaba a bajar, especialmente en ese barrio oscurecido por altas casas y por estrechas calles. La portera, al principio, se negó a dejar penetrar a la joven desconocida en el tribunal. A pesar de ello ésta insistió y llegó a subir algunos peldaños de la escalera bajo los gritos en vano de la portera. Con este ruido, la ama de llaves de Marat entreabrió la puerta, y se negó a la entrada en el apartamento de la extranjera. El sonoro altercado entre ambas mujeres, en el que una de ellas suplicaba que la dejaran hablar con el «Amigo del pueblo» y la otra se obstinaba en cerrar la puerta, llegó a oídos de Marat. Éste comprendió, por las entrecortadas explicaciones, que la visitante era la extranjera de quien había recibido dos cartas durante la jornada. Con un grito fuerte e imperativo, ordenó que la dejaran pasar.
Por celos o desconfianza, Albertine obedeció con repugnancia y entre gruñidos. Introdujo a la joven muchacha en la pequeña habitación donde se encontraba Marat, y dejó, al retirarse, la puerta del pasillo entreabierta para oír la menor palabra o el menor movimiento del enfermo.
La habitación estaba escasamente iluminada. Marat estaba tomando un baño. En este descanso forzado por su cuerpo, no dejaba descansar su alma. Un tablero mal colocado, colocado sobre la bañera, estaba cubierto con papeles, cartas abiertas y escritos comenzados. Sostenía en su mano derecha la pluma que la llegada de la extranjera había suspendido sobre la página. Esa hoja de papel era una carta a la Convención, para pedirle el juicio y la proscripción de los últimos Borbones tolerados en Francia. Junto a la bañera, un pesado tajo de roble, similar a un leño colocado de pie, tenía un escritorio de plomo del más grueso trabajo; fuente impura de donde habían emanado desde hacía tres años tantos delirios, tantas denuncias, tanta sangre. Marat, cubierto en su bañera por un paño sucio y manchado de tinta, no tenía fuera del agua más que la cabeza, los hombros, la cumbre del busto y el brazo derecho. Nada en las características de este hombre iba a ablandar la mirada de una mujer y a hacer vacilar el golpe. El cabello graso, rodeado por un pañuelo sucio, la frente huidiza, los ojos descarados, la perilla destacada, la boca inmensa y burlona, el pecho piloso, los miembros picados por la viruela, la piel lívida: tal era Marat.
Charlotte evitó detener su mirada sobre él, por miedo a traicionar el horror que le provocaba a su alma este asunto. De pie, bajando los ojos, las manos pendientes ante la bañera, espera a que Marat la interrogue sobre la situación en Normandía. Ella responde brevemente, dando a sus respuestas el sentido y el color susceptibles de halagar las presuntas disposiciones del demagogo. Él le pide a continuación los nombres de los diputados refugiados en Caen. Ella se los dicta. Él los escribe, luego, cuando ha terminado de escribir esos nombres: «¡Está bien! ¡Dicho con el tono de un hombre seguro de su venganza, en menos de ocho días irán todos a la guillotina!».
Con estas palabras, como si el alma de Charlotte hubiera estado esperando un último delito para convencerse de dar el golpe, toma de su seno un cuchillo y lo hunde hasta el mango con fuerza sobrenatural en el corazón de Marat. Charlotte retira con el mismo movimiento el cuchillo ensangrentado del cuerpo de la víctima, y deja que caiga a sus pies— «¡A mí, mi querida amiga!»—, y expiró bajo el golpe

Alphonse de Lamartine

Charlotte Corday – Paul Jacques Aimé Baudry (1860)

Posted in Arte on febrero 3, 2008 by 1789rev

Charlotte Corday - Paul Jacques Aimé Baudry (1860)

La Libertad guiando al pueblo – Eugene Delacroix (1830)

Posted in Arte, Historia on febrero 3, 2008 by 1789rev

La Libertad guiando al pueblo es un cuadro del pintor francés Eugene Delacroix. La obra fue pintada en el año 1830 y es la obra maestra del Romanticismo francés. Este cuadro es la expresión máxima de la Revolución francesa.

He emprendido un tema moderno, una barricada, y si no he luchado por la patria, al menos pintaré para ella.

Eugène Delacroix

El lienzo representa una escena del 27 de Julio de 1830 en la que el pueblo de París levantó barricadas. El rey Carlos X de Francia había suprimido el Parlamento por decreto y tenía la intención de restringir la libertad de Prensa. Los disturbios iniciales se convirtieron en un levantamiento que desembocó en una revolución seguida por ciudadanos enojados de todas las clases sociales. No existió un único cabecilla. Por eso Delacroix representa a la Libertad como guía que conduce al pueblo. Tampoco esta representada de una forma abstracta, sino que es una figura alegórica muy sensual y real.

El espectador sólo tiene dos posibilidades, el unirse a la masa, o el ser arrasado por ella . El pueblo es la unión de clases: se representa al burgués con su sombrero de copa y empuñando el fusil, al lado un andrajoso y un herido que pide clemencia a Francia. Al fondo aparecen brumas y humos de la batalla que diluyen un barrio francés bastante realista. A los pies de la Libertad un moribundo la mira fijamente indicandonos que ha valido la pena morir por ella.

Hay una estructura en forma de pirámide con los muertos por la libertad en la base y la libertad en la cima sosteniendo en la mano derecha la bandera tricolor y en la mano izquierda un rifle. El ligero pincel de Delacroix y la fuerza luminosa de sus colores exaltan la vitalidad de sus cuadros. Para aumentar la tensión y el movimiento añadió contrastes complementarios junto a la oposición de los claroscuros. El color para Delacroix no solo tenía un valor de representación, sino sobre todo un significado emocional propio, con el que el pintor intentaba plasmar sobre el lienzo el sentimiento y la disposición de ánimo de las personas.

Se utilizan colores pálidos con pinceladas sueltas destacando el azul, el rojo y el blanco de la bandera.

En el cuadro aparecen jóvenes, adultos, clase obrera, burgueses y soldados defendiendo a la Libertad que, como ya se ha dicho, en este caso se identifica también con Francia y es representada como una mujer empuñando un fusil de la época (rasgo realista) y con el pecho al descubierto, hecho este último que escandalizó a críticos y a parte de la sociedad de la época. Entre los muertos del primer plano (abajo, a la derecha del espectador) aparecen también soldados leales a Carlos X.

El personaje del sombrero es un burgués, en el que se autorretrata Delacroix a pesar de que no participó en los hechos.

En segundo plano, a la derecha del espectador, encontramos Notre-Dame, en una de cuyas torres ondea la bandera revolucionaria, quizás para afirmar el sometimiento de la iglesia, que había sido uno de los apoyos de la restauración borbónica.

Características formales

Forma abierta

La sensación de perspectiva está presente en la obra gracias a los edificios del fondo y a la multitud, que se va alejando y reduciendo en tamaño al fondo del lienzo.

La línea del horizonte es algo inestable, sería la línea imaginaria entre las cabezas de la multitud al fondo del cuadro, que se difuminan con el humo y los edificios del fondo del lienzo.

Los tres elementos (bandera, camisa del muerto de la izquierda y vestimenta del herido que se alza frente a la Liberdad) forman una línea recta imaginaria que forma un eje central.

Las figuras principales se enmarcan dentro de una pirámide que asciende en el vértice de la cual el eje central es la Libertad y los dos muertos en primer término cierran el triángulo.

La luz del cuadro es irreal, ilumina la Libertad con la bandera tricolor, una parte del cuerpo del niño que hay a su lado, al moribundo de la chaqueta azul, al muerto del margen inferior izquierdo y las manos y media del hombre del sombrero de coña. En este caso la luz y el color tienen un objetivo en común: potenciar el movimiento.

Las pinceladas muestran una gran desenvoltura y ondulación. El rojo y el azul de la bandera, de la vestimenta del herido que se alza delante de la Libertad, y de la camisa del muerto de la izquierda resaltan por encima de todo el predominio de las tonalidades ocres y grises del conjunto.

Junto a la figura alegórica de la Libertad, se dan otros detalles tremendamente realistas como puede ser el pubis desnudo de la persona muerta que hay en primer plano, abajo a la izquierda. ¿Es un cuadro alegórico o histórico? No parece que sea ninguna de las dos cosas, por cuanto que lo único alegórico es la figura de la mujer-libertad-patria y tampoco representa un hecho concreto real. Para Argan es simplemente un cuadro «realista» que aúna alegoría y realidad. Théophile Thoré elogió la obra y refiriéndose a la mujer dijo: «¿Es una muchacha del pueblo? ¿Es el genio de la libertad? Es ambas cosas […] La verdadera alegoría debe tener el doble carácter de ser una figura viviente y un símbolo».

La obra está impregnada de movimiento no solo por los gestos dramáticos de los personajes, y por la composición en diagonales, sino porque los del primer plano avanzan sobre la quietud de los muertos que se encuentran en la base de la composición y todas las formas muestran ondulaciones que ponen de manifiesto la admiración del autor por Rubens. Por otra parte la luz lo refuerza, pues es una luz dramática y compleja, con zonas iluminadas y otras en penumbra, pero cuyo origen no se vislumbra. La figuras del primer plano aparecen iluminadas por un foco lateral, pero a su vez se recortan a contraluz sobre un fondo encendido, humeante y nuboso, que dota de más inquietud a la composición. No obstante, ese tenebrismo aludido no da como resultado figuras homogéneas en tonos de bronce –como en Caravaggio-, pues incorpora con gran maestría más fuerza y variedad cromática, como por ejemplo el azul de la bandera o de la camisa del personaje que postrado mira fijamente a la Libertad. Lo que pone de manifiesto que Delacroix domina también el color, del que fue un fino estudioso.

La perfecta combinación de tema, movimiento, luz y color, junto a una pincelada suelta que en los planos posteriores (por ejemplo, los combatientes de detrás de la mujer) recuerdan a Goya, determinan que nos encontremos ante una obra y un autor de una tremenda trascendencia en la pintura contemporánea. Por otra parte su maestría en ordenar grandes composiciones como La muerte de Sardanápalo o la de esta obra, es también evidente. Delacroix, que tuvo una formación neoclásica, reaccionó contra el academicismo y llegó a convertirse en el culminador del romanticismo del que su amigo Géricault –tempranamente muerto- fue iniciador. Con Delacroix se produce una ruptura con la herencia clásica a consecuencia de la cual, y como dice Argan, “el arte deja de mirar hacia lo antiguo y empieza a plantearse el ser, a toda costa, de su propio tiempo”.

El cuadro se encuentra expuesto en el Museo del Louvre y es una de las expresiones artísticas más importantes de la historia del arte.

Frases célebres de Voltaire

Posted in Arte, Historia, Literatura, Revolucionarios on febrero 3, 2008 by 1789rev
«Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una».
«Sólo es inmensamente rico aquel que sabe limitar sus deseos».
«Azar es una palabra vacía de sentido, nada puede existir sin causa».
«El amor propio, al igual que el mecanismo de reproducción del genero humano, es necesario, nos causa placer y debemos ocultarlo».
«Hay alguien tan inteligente que aprende de la experiencia de los demás».
«Quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciendo todo por dinero».
«Todo les sale bien a las personas de cáracter dulce y alegre».
«Yo no estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero me pelearía para que usted pudiera decirlo».
«Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo».
«Una de las supersticiones del ser humano es creer que la virginidad es una virtud».

La Asesina de Marat

Posted in Historia on febrero 3, 2008 by 1789rev

Marie-Anne Charlotte de Corday d´Armont tenía tan solo 24 años cuando comete el crimen. Pertenecía a una familia noble venida a menos y fue educada en un prestigioso convento de Francia. Prometida con un joven partidario del rey, prefirió quedarse en su país antes que huir con él y rehacer su vida.

Su padre y su tío huyeron. Su hermano y su novio corrieron peor suerte: fueron guillotinados. Estos acontecimientos y el hecho de que en su pueblo natal, Caén, estuviera totalmente sóla hicieron que la joven, de ideas moderadas, radicalizase su postura en contra de hombres como los que Marat representaba.

Cuando en su pueblo se refugian una serie de revolucionarios moderados e intentan reclutar partidarios, la muchacha no se lo piensa dos veces: compra un par de zapatos cómodos y se dirige a París para aprovechar una de la sesiones de la Convención y asesinar allí mismo a Marat. Sin embargo, cuando llega y no le encuentra, su decepción es grande, aunque le dura poco tiempo. Decidida, se encamina al domicilio del diputado. Tras un primer intento por la mañana, en el que le deniegan la entrada a la vivienda, por la tarde, es la propia víctima la que, escuchando su petición, le permite la entrada y la visita.
Marat y la joven mantienen una breve conversación. Al final de la misma y como desencadenante de lo que sucedería después, Marie-Anne le interroga sobre el destino de los refugiados moderados en Caén. El periodista le responde que todos serán guillotinados.
Jean-Paul Marat fue apuñalado momentos después en su propia bañera.

La muchacha es arrestada inmediatamente. Cuatro días después, el 17 de Julio, comparece ante el juez por la mañana y esa misma tarde es conducida al patíbulo. Se dice que introdujo su cabeza en la guillotina con la misma sangre fría con la que había asestado la puñalada a su adversario político.

La Muerte de Marat – Jacques Louis David (1793)

Posted in Arte on febrero 3, 2008 by 1789rev

La Muerte de Marat - Jacques Louis David (1793)

David hace gala en este lienzo de su devoción por el amigo y de su magnífico arte, recurriendo a los mínimos elementos para realizar una pintura altamente evocadora. Marat era amigo de David, colega de Robespierre y uno de los más furibundos defensores del patriotismo. Se le acusó de demagogo y de intransigente. Sin embargo, su papel en la constitución del gobierno de la república fue determinante, al tiempo que dirigía el periódico «L’Ami du Peuple». Marat fue asesinado el año dos de la república, es decir, en 1793. El reino del terror ya había comenzado, tras crearse el sanguinario Comité de Seguridad Pública. En este ambiente Marat fue asesinado por una monárquica de la región de Caen. Marat padecía una enfermedad de la piel que le obligaba a pasar largo tiempo sumergido en un baño terapéutico. Allí había instalado su pequeña oficina e incluso recibía a personajes. Charlotte Corday pidió que la recibiera argumentando una terrible desgracia para la república. Una vez ante el político, Charlotte le apuñaló. David pinta a Marat en el momento de la muerte, apenas ha sangrado aún. El brazo con el que estaba escribiendo ha caído pesadamente al suelo y la cabeza se desplaza hacia atrás. Los labios entreabiertos expiran el último suspiro mientras su rostro pasa suavemente del dolor a la paz. En la mano sostiene aún el papel con el que Charlotte se introdujo en su apartamento. Allí se puede leer: «13 de Julio de 1793″. De Marie Anne Charlotte Corday al ciudadano Marat: la terrible desgracia que tengo me da derecho a pedir vuestra amabilidad…» En oposición a este papelito traicionero, en la mesa improvisada en un cajón se puede leer el último despacho que había resuelto Marat: «dispondréis esta asignación para esa madre de cinco hijos cuyo marido murió en defensa de la patria…» La disposición de los elementos es tan sobria como la de un cuadro religioso. Toda la estructura se basa en verticales y horizontales. En el suelo se ve el puñal caído. La mitad superior del cuadro está completamente vacía, transmite un agobiante silencio y frío. Una sombra clara asciende en diagonal evocando la huida de la vida del cuerpo agonizante.

Muerte en la bañera. El asesinato de Marat

Posted in Historia, Literatura on febrero 3, 2008 by 1789rev

Hace 210 años, una joven revolucionaria asumió el papel de Bruto: asesinar a César para salvar a la República. Armada con un cuchillo, dio muerte al revolucionario francés.

Era carne de guillotina, pero murió en la bañera. A las seis de la tarde del 13 de julio de 1793, Carlota Corday llegaba por segunda vez a la casa del “ciudadano Marat, el amigo del Pueblo”. En la puerta, nuevo enfrentamiento con la portera de la casa y con Simona Evrad, la amante del diputado de la Convención, que trataba, a sus 50 años, de aliviar, sumergido en agua y envuelta la cabeza con paños de vinagre, su penosa enfermedad.

Carlota Corday, joven y sincera animadora de la causa revolucionaria, había llegado a París procedente de Caen, dispuesta, como Bruto, a matar a César para salvar a la República. Al saber que Jean-Paul Marat, el médico, amigo Robespierre, que en el Año II de la nueva era ejercía de “Faro de la Revolución” desde su periódico “L’Ami du Peuple”, no iba a comparecer en público, mandó un mensaje solicitando ser recibida en su casa:

Llego de Caen, su amor por la patria me hace suponer que tendrá a bien conocer los desafortunados acontecimientos de esta parte de la República. Me presentaré en su casa dentro de una hora, tenga la bondad de recibirme y de concederme unos momentos para entrevistarnos. Les mostraré la posibilidad de prestar un gran servicio a Francia.»

Tras comprar un cuchillo, se llegó allí donde la portera no le franqueó la entrada. Por la tarde, y ante otra negativa, se zafó escaleras arriba, siendo interceptada por Simona. Al oír los gritos, Marat ordenó que la dejaran pasar. La joven entra en la habitación en la que el político se está bañando con la excusa de informarle de un plan que se está gestando contra él. Le preguntó nombres de conspiradores en Caen, garabateó una lista y aseguró: “Antes de ocho días serán guillotinados”. Carlota Corday, que veía en aquel moribundo a “la fiera del Terror”, sacó el cuchillo y asestó una puñalada certera que alcanzó el corazón de Marat. El defensor de la República ha muerto.

Así fue recordado Marat por la República:

«Como Jesús, Marat amó ardientemente al pueblo y nada más que a él. Como Jesús, Marat odió a los reyes, los nobles, los sacerdotes, los ricos, a los mediocres, y, como Jesús, no dejó de combatir estas pestes de la sociedad».

 

LA SEPARACIÓN

Posted in Literatura on febrero 3, 2008 by 1789rev

A quien le pueda interesar:

Por la presente, renuncio a mi cargo, mi honor y mis obligaciones con la República y también a mi condición de ciudadano. Las condiciones de mi testamento y las últimas voluntades se hallan en poder del señor Elouard. Sólo espero que La Razón, si no Dios, el único capaz de infinita misericordia, pueda perdonar tantos crímenes.
Hasta hoy fui un fiel amigo de la Revolución, un funcionario más, no por lo
crudo de su trabajo mejor ni peor en el servicio. Llegué a formar parte de su maquinaria de ejecución porque el ciudadano Charles-Henri Sansón, verdugo real, que en su juventud cayó en las mismas calamidades, sabía que mi familia padecía acosada por las deudas, a punto de perder la honra, cuando no la vida, asediada por la usura. Aprendí su denostado oficio, el protocolo y los cuidados del preciso aparato de justicia, siempre con la mira puesta en poner a flote mi pobre hacienda lo que en poco tiempo conseguí, no sin esfuerzo cumpliendo mi deber contra los enemigos del pueblo. Ese mismo pueblo que muestra recelo y temor, cuando no desprecio, al percibir nuestra presencia, como si nos precediera una sombra con guadaña al costado, y que murmura “bourreau”, como si no fuéramos distintos al tiro que acarrea unos despojos.
No obstante, pese a mi mocedad, he resistido la rudeza del tormento próximo, el hedor a coágulo y deshechos de mercado, el clamor insultante de la multitud, que muchas noches revive tras ahogarme en sudor frío…, y nunca pensé en abandonar. Hasta que Marie se cruzó en mi sombrío vivir.
Nónidi del mes de Brumario, un frío lunes en el calendario antiguo. Fuimos a la Conserjería a por la última horda de condenados. La guardia conducía a las celdas a los detenidos, que se debatían entre gritos e insultos, pedían más del vomitivo rancho, piedad por estar enfermos, o aullaban alcanzados por un latigazo para que callaran. Entre las caras descompuestas, sucias y malheridas, entretanto sujetaba a uno de los reos, ciertos ojos grises y profundos se clavaron en mí. Era una mirada triste, pero calma y resignada en medio de tanta locura; parecía la de una anciana que no aguarda más que el último viaje, y sin embargo, qué joven, y aún hermosa a pesar de las penalidades de San Lazare y su hedionda mugre; una belleza serena, sus cabellos del color de aquella arena suave, playas de niñez marsellesa. Los jirones de un vestido añil y con encajes conservaban algo de tiempos mejores, y deduje que era sin duda una cortesana. Me sostuvo la mirada, y sacó fuerzas de flaqueza para una sonrisa leve. Abrigué un escalofrío, y un temblor desconocido en el pecho.
Durante aquel agridulce día, sangriento como el que más en el patíbulo, apilamos docenas de cadáveres, sordos al griterío, agotados por el ritmo de matadero que imprime Sanson. Pero no pude dejar de pensar en ella, y su mirada franca y fugaz todavía me templaba el alma. La noche fue una pesadilla inmunda, en que corría por las cloacas enfebrecido, huyendo de un ejército de ratas hasta las afueras en Montrouge, donde buscaba su cuerpo entre muladares y ciénagas oscuras, con la esperanza de encontrarla viva. Desperté emocionado e inquieto: ¡ella aún vive!
Mudé mi vestido, calado hasta los huesos, y salí con el sol a esperar el cambio de guardia en la cárcel. “Marie Galliard”, averigüé por mi querido Pierre, amigo y oficial. “Se la acusa de ser girondina y de haber traicionado a la República, mañana será declarada culpable y ejecutada. Ya no le quedarán amantes con influencias… ¿Pariente tuya? Lo siento. Primero la República, ciudadano”. No se lo reprocho, quiso creer que Marie era una prima lejana, aunque por orden de sus superiores las visitas se cancelaban, intentaría ayudarme.
Busqué por todo París un abogado de altura que al menos la asistiera en la vista. No tuve más remedio que pedirle consejo y dinero a mi mentor. Tan sensible a lo que él llama “pasiones inútiles”, mientras desmontábamos el aparejo para cargar con la cuchilla, me aconsejó que no perdiera la cabeza “por una furcia con los días contados”. Aún así, reveló un nombre y una dirección, y que fuera de su parte.
Resultó ser discípulo del afamado Lagarde, un tal Elouard, voluntarioso y optimista. Convenido el trato me despedí con el ánimo por las nubes, y luego recorrí aquellas calles elegantes de la orilla diestra del Sena, en busca de algo especial. ¿Pero qué regalar a una prisionera? ¿Qué consuelo para alguien a quien amenaza la muerte? En una esquina de la calle Grangier, vi un libro expuesto sobre un atril, con preciosos grabados y unos versos:
“De aquel agua santísima volví
transformado como una planta nueva
con un nuevo follaje renovada,
puro y dispuesto a alzarme a las estrellas”
a los que seguía la palabra PARAÍSO. Me enfurecí con el dependiente por el precio, pues sólo era un mediano libro, pero logré regatear y pagar con lo que me quedaba. Tomé la “Comédie” de Dante, con sus dibujos y cubiertas grabados en oro, con la esperanza de que Pierre permitiera hacerlo llegar a Marie. Cuando llegué a las puertas de Saint Lazare, encontré al abogado Elouard, que se prestó a entregar mi regalo, en el ínterin al traslado de prisioneros ante los jueces del Comité de Salud Pública.
La ilusión de sentencia más leve duró un suspiro, sólo aquel día, puesto que Marie, con una entereza inexplicable, se declaró culpable ante el tribunal y rechazó la defensa. Iba a ser ejecutada al día siguiente, casi con mis propias manos. La desesperación me nubló la mente, concebí un desprecio por mi cobardía que volqué en los condenados de la jornada, a los que traté con inusitada violencia, en el fondo por envidia de no estar yo mismo bajo la cuchilla de la nación y aplacar mi rabia con un golpe seco y definitivo.
Al volver de las fosas comunes de Montmartre, vagué por los pasajes que encontré más sórdidos, en una espiral de tabernas, prostitutas y peleas con otros borrachos, de la que recuerdo carcajadas de dientes podridos, llantos, rechinar de sables, carraspeo y sabor a sangre, bultos ásperos y harapos fétidos, humedad y dolor. Cuando recuperé la consciencia corrí hacia la plaza de la Revolución, en medio de una lluvia a cántaros que me resucitaba por momentos, y asalté el cadalso maldito a patadas y cabezazos, quería derribar el monstruo dormido, sin su filo que pudiera defenderlo. Oí gritos, luego truenos, o disparos.
Desperté cuando entró luz en mi calabozo, con un gélido balde de agua sucia que me hizo recordar las heridas y la tunda de la guardia. Reconocí a Sanson, que me levantó por el pelo, y me cargó, envuelto como un difunto, hasta su casa: “me debes las ejecuciones de hoy, y también tu vida”, sentenció. Los pilares de la guillotina habían sufrido un desajuste por culpa de mis envites y del aguacero, y los sesenta quilos de hoja se descolgaron en exceso tras la primera decapitación, mellaron el hasta entonces exacto filo. Quedé encerrado en la cuadra, tendido como un animal que sólo busca calor y que desconoce el valor del tiempo.
La carreta descubierta tardó de la Conciergerie a la plaza de la Revolución una hora y media. Era el mismo camino de siempre, al que nunca prestaba demasiada atención, un fatídico trayecto fijo a lo largo de la estrecha rue Saint Honoré, atravesando el meollo de París, de tres a cuatro de la tarde, todos los días. El cortejo de guardias sigue la carreta que conduce Henri, que a veces charla con los condenados mientras se abre paso entre la muchedumbre. Agolpados en las escuálidas calles, comentan el aspecto de los reos, los injurian y les arrojan toda clase de objetos. Por vergüenza intenté ocultar el rostro bajo un pico de mi sombrero, y por un momento los estragos y la angustia cedieron ante la visión pasajera de la bella y serena Marie, que abrazaba su libro como si fuera un credo. Uno a uno llegó el turno de los veintitantos de este día, con la consabida rutina y la rapidez de la cuchilla recién afilada. A veces acompaña la ceremonia un sacerdote, un superviviente que haya prestado juramento a la República. Esta vez no fue así, a pesar de que Pierre expresó que mi prima había tomado confesión breve antes de partir.
Seguí cada muerte de forma maquinal, sumido en una neblina, un mal sueño que se repite hasta el hastío, donde yo era un peón miserable, y no merecía ni mirar a esa mujer. Apartamos a otro descabezado cuando Sanson se me acercó: era mi turno, por primera vez yo dirigiría el cadalso. No sabía si era un privilegio o una venganza. Abajo las tricoteuses tejían indolentes sus interminables mortajas, y el público se desgañitaba para insultarme y reclamar más sangre, pero estaba paralizado. Henri apostilló: “es la última voluntad de tu querida amiga”. La trajo del brazo y la despojó del castigado vestido, para mostrar su esplendor en una túnica blanca que descubría los hombros y ceñía los senos. Le puso las manos a la espalda y me la entregó para que las atara. Noté su mirada atenta sobre mi huidizo perfil, que apretaba los dientes y contenía las lágrimas. Me sentía indigno de la calidez de su piel, de haber tocado sus manos delicadas, de compartir el mismo aire, tan cerca. Al quitar la cofia de su peinado volví a ver su torrente de cabellos dorados, que precipitaron una laguna en mis ojos. Con la máxima dulzura corté su melena y la guardé entre las ropas, y entonces la contemplé por última vez, antes de bajarle el cuello desnudo sobre la luneta de madera. Me sonrió, igual que aquel primer instante, y se volvió hacia mi oído y murmuró: “Te espero, amor mío”. Mi corazón se unió al interminable redoble de tambores, el universo inmóvil, ciego, frente a un cesto de cuero.

© Rafa Martín, 2007